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Narrativa

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CUATRO CIRIOS. Ánis.
 

Jueves 12 de marzo de 2020.

Hace ya algunos años de esto que les quiero contar. Fue cuando mi madre nos avisó de su enfermedad. Adelfa, se llamaba. Un nombre extraño y feo para una mujer tan linda como era mi madre. Fui con Rodrigo a quien casi nunca veía desde nuestra separación. De hecho, era la tercera o cuarta ocasión en que habíamos estado juntos por más de dos horas. Siempre todo lo arreglábamos por teléfono o pequeñísimos encuentros de diez o veinte minutos, pero ahora era distinto: “Me habló Adelfa. Que quiere saludarme”, me había dicho unos días antes. Que recuerde, después del divorcio nos encontramos en el sepelio de su hermano Antonio; después, cuando su mamá y cuando un amigo mutuo “colgó los tenis”, había comentado. Parece que la muerte lo llamaba, como en ese momento en que mi madre estaba desahuciada de su cáncer de mama. Más tarde nos dimos cuenta de que en realidad íbamos a despedirnos de ella.

Cerca del pueblo, Rodrigo detuvo el auto a unos quinientos metros de la carretera. Ya íbamos por la terracería a San Ángel y de repente me llegó un presentimiento. “Párate ahí –le había dicho–. Junto a ésas piedras”. Mi exmarido aceptó la sugerencia de buena gana. Solamente buscó un lugar donde diera la sombra del fresno que se alzaba como vigía alto, muy alto. Junto al árbol, las jaras secas ocultaban un poco la magnitud de las piedras amontonadas. Era el lugar de descanso de los muertos de San Ángel, antes de llegar al cementerio del pueblo. Ahí estaban la tía Julia, el abuelo, su hermano Esteban y otros cientos de desconocidos. Cada piedra tenía grabada una cruz, un nombre y una fecha. Eran como el pequeño panteón de San Ángel.

–¿Qué pasa? –me preguntó Rodrigo mientras me ayudaba a bajar del carro.

–Déjame estar con mis muertos.

Cerré con fuerza la puerta del auto y avancé unos pasos hasta una piedra del tamaño de una silla, que me sirvió para sentarme. Rodrigo también se había bajado y deambulaba junto al montón de piedras. Tomó una y leyó “Jacinto. 3 de mayo de 1953”; una segunda consignaba un nombre que tuvo que descifrar por lo borrosa de la inscripción: “Petra. 1911”.

–Deja esas piedras, le dije. Respeta a los muertitos.

–Sólo estoy viendo –comentó y mientras sacudía la tierra de una lajita me preguntó si yo creía que Adelfa iba a morir o por qué nos había llamado a los dos.

–Sí –respondí–. Realmente sospecho que mi madre se quiere despedir. Por eso no podía dejar de venir. Si te lo comenté realmente fue porque ella me pidió que viniera contigo. Todavía no le entra en la cabeza o no acepta que tú y yo estemos separados. Ella te quiere bien –le dije a aquel hombre con el que había compartido parte de mi vida y me di cuenta que mientras platicaba, yo arrugaba un poco la nariz y movía la cabeza afirmativamente, como reiterando la respuesta a su pregunta–, así que no te extrañe que te eche un sermón y te pida que nos juntemos. Si eso pasa, no la contradigas, pero no la engañes. Háblale honestamente, desde tu corazón, como ella lo hace siempre.

–No te preocupes –comentó–, no soy ningún tonto. Yo también la quiero y en verdad me duele su situación…

Iba a decir algo más pero la llegada de un hombre lo detuvo. Era Ramiro con tres caballos.

–Buenas tardes –dijo el recién llegado–. ¿Tienen mucho esperando?

–¡Hola, Ramiro! ¿Cómo estás? –dijo Ana María– Casi acabamos de llegar. No te preocupes. ¿Todo está bien?

–Sí, sí. Todo por allá –dijo moviendo la cabeza en dirección al pueblo– está tranquilo. Su madre está ansiosa por verla.

Cargaron uno de los caballos con dos pequeñas maletas y unas bolsas que Rodrigo sacó de la cajuela. Se aseguró que el carro quedara cerrado y en unos minutos tomábamos el camino a San Ángel, montados cada uno en un animal. Tras unos minutos de trote, Rodrigo rompió el silencio y me dijo que le sorprendía que yo montara tan bien. Yo, que iba pensando en mi madre, sólo le respondí con una sonrisa. El resto de la travesía Rodrigo no habló y yo conversaba familiarmente con Ramiro: de sus hijos y la escuela; de la cosecha, de la sequía, de la fiesta de San Isidro y de otras cosas que de alguna manera nos unían.

Después de subir la cuesta de un cerro, entre huizaches y tejocotes, vimos el caserío de San Ángel. Al llegar a la primera casita, preferí apearme del caballo y caminar. A pesar del sol quemante de la tarde, la gente, curiosa, salía a saludarnos con un “buenas tardes”. Llegamos a la casa de mi madre y la encontramos sentada bajo el pequeño soportal de la casa. Se sentía fresco. Había masetas con “malvas” por todas partes. Su perfume penetraba hondo, despertando en mí, recuerdos de mis tiempos de niña.

–¡¿Cómo estás, madre?! ¡Qué linda se te ve! –dije mientras le tomaba las manos y las apretaba con las mías. La besé en la frente y nos abrazamos suave y cariñosamente.

–Estoy bien, Ánis. Un poco cansada de vivir, pero bien. Bien con los hombres y con Dios.

Rodrigo se acercó también. La saludo con un tono afectuoso y le dio un beso en la mejilla. Ella correspondió con otro.

–Sigues igual de guapo, muchacho –dijo mi madre mientras jalaba los brazos de Rodrigo hacia abajo, obligándolo a ponerse en cuclillas–. Seguro ya hay más de tres “lagartonas” tras de ti –musitó con una sonrisa y rio trabajosamente–. Yo me apunto –siguió–, si Ánis te dejó, yo mera me apunto.

Todos quienes ahí estábamos celebramos la broma y mi mamá pidió que trajeran agua para los recién llegados y ordenó que prepararan la mesa, “sólo los estábamos esperando a ustedes”, argumentó.

La sopa de fideo y el caldo de pollo fueron los alimentos de esa tarde. La comida y la sobremesa soportó una conversación que iba y venía sobre los nietos –mis hijos–, el trabajo de Rodrigo, los corazones rotos que dejó Ana María en San Ángel; la muerte de conocidos en el pueblo y los niños nacidos de primas, sobrinas y otros familiares de los que apenas me acordaba.

A media tarde mi mamá nos pidió que la llevaran a su cama. Rechazó la ayuda de Clara, la sobrina que hacía las veces de enfermera, y nos pidió a Rodrigo y a mí, que le prestáramos los brazos para apoyarse. Caminamos los tres hasta la puerta de la habitación que ocupaba mi madre. Al llegar al umbral, se soltó del brazo de Rodrigo y le pidió que esperara afuera “te puedes sentar ahí”, dijo señalando la silla que ocupara ella cuando llegamos, “quiero platicar con Ánis”.

Rodrigo todavía nos ayudó a entrar y después se quedó solo en el soportal. Prendió un cigarro y fumó.

La habitación de mi mamá era amplia, con los muros blancos; la iluminaban dos ventanas que servían también de atalaya para ver los sembradíos y una parte del pueblo; Junto a una de estas ventanas estaba una mesa que soportaba una gran cantidad de medicamentos y utensilios para su aplicación; más allá estaba su cama, de madera al barniz; su aposento se veía cómodo y limpio con sus sábanas blancas y una gruesa cobija en tonos azules; una mecedora con varios cojines estaba cerca de la cama y el mobiliario lo completaban dos sillas de madera muy coloridas, su buró con una lámpara y un radio–reloj. Había también una mesita con su mantel de crochet sobre la que estaba esparcidas fotos añosas en sepia y de tonos grises; las de color eran pocas; además de las cortinas, la habitación se adornaba con el crucifijo a la altura de la cama, así como también tres repisas que igual sostenían un par de floreros y más fotografías.

Las dos avanzamos lentamente por la habitación y nos acomodamos: mamá recostada en la cama y yo en la mecedora. Platicamos de la comida recién terminada. Nuevamente me preguntó por los niños y tras las pequeñas “quejas” sobre su comportamiento, recomendó paciencia, tolerancia y mucho amor. No pasó mucho tiempo cuando suspendió la conversación para pedirme “la medicina del frasquito café con letras azules y negras”.

Me levanté rápidamente y fui hasta la mesa de las medicinas. Encontré el frasco indicado, pero me cercioré de que sí fuera preguntando a mi mamá “¿es este?”, alzando al mismo tiempo el medicamento un poco más arriba de mi frente. Recibí un “sí, ese es” y regresé con la enferma. Me sentaba justo al borde de la cama cuando mi madre levantó su mano derecha con el dedo índice y el medio extendidos; interpreté la señal y saqué dos pastillas que puse en la boca de la enferma y le ayudé a beber. “Ya no las siento tan amargas como al principio”, dijo mientras ponía el vaso con agua en el buró.

–Ayer vino el padre Alonso y me confesé –dijo la enferma llamando la atención de la mujer joven, que recorría con la vista cada una de las fotos de las repisas–, es un “alma de Dios”. Le pedí varias cosas, como ahora te las quiero pedir a ti. Quiero que me escuches muy bien: He sido una mujer que ha tenido una vida feliz, con un marido amoroso y unos hijos a los que adoro. Pronto estaré con tu padre allá con Dios, yo lo sé, pero quiero pedirte que antes de que te vayas quemes todas mis fotografías, menos en las que están ustedes, tu padre y mis nietos, todas las demás las tienes que quemar…

–Pero, ¿por qué? –pregunté no sin sorpresa–. Ahí están mis abuelos, tus hermanos y primos; los tíos… ¿por qué?

–Porque no existen –dijo, después de un momento de silencio–. Porque nunca han existido. Esas personas que ves, me han acompañado a lo largo de mi vida, pero no los conocí y no sé quiénes sean…

–¿Qué? –le pregunté cada vez más sorprendida–.

–He empezado diciendo que he sido una mujer feliz y afortunada de tenerlos. Yo llegué a San Ángel con tu padre a hacerme cargo de la escuelita hace más de cincuenta años y aquí encontré la paz que necesitaba para vivir. Lejos de mundo; lejos de Guadalajara donde nací; distante la mujer que me trajo al mundo… Pásame la foto de tu abuela –dijo señalando una imagen que ocupaba el centro de la mesa.

Yo sabía cuál era la foto solicitada, muchas veces la había tenido en mis manos. Le di la foto a mi mamá, al tiempo que preguntaba la razón por la que quería quemarla al igual que las otras.

–Esta mujer –me dijo acomodando la imagen entre sus dos manos–, no sé quién es. Mi madre, cuando yo era una niña de meses, me llevó con su hermana para que me cuidara, así que yo me crié con la tía quedada; pocas veces iba a verme; me llevaba algo de ropa, unos zapatos, alguna muñeca, pero nunca un beso… –continuó–. En una de esas ocasiones, yo ya tenía seis años, traté de abrazarla y me rechazó poniendo una cara de espanto; yo intenté nuevamente abrazarla y me separó de ella. Lloré y le pregunté cuándo me llevaría con ella y me dijo que nunca, que no me quería; que para ella sólo eran sus hijas Martha y Leticia, que me olvidara de ella. No volví a verla. Un día, en la escuela, mis amigas me preguntaron por mi madre. Fueron crueles y me repetían hasta el cansancio que yo no tenía mamá, que mi tía era eso: tía. Yo les grité que sí tenía una mamá y que pronto la conocerían. Nunca pude demostrarlo y aunque el asunto se olvidó, yo me quedé con la idea de tener a mi madre. Un día paseaba con mi tía por las calles del centro de Guadalajara y entramos a un bazar. Ella quería vender algo, creo que un collar y unos aretes. Mientras trataba de negociar, yo me dediqué a ver lo que había ahí y entre trompetas oxidadas y montones de platos de porcelana, vi unas fotos viejas. Me gustó la de una mujer muy bella. Era una foto de cuerpo entero, que reposaba su mano en el pedestal de un florero con gladiolos; traía una falda larga, una blusa blanca con muchos botones y holanes y una tez hermosa, tersa y limpia: “esta va a ser mi mamá”, pensé –continuó mi madre con aquella confesión, sin que su rostro estuviera expensando pesar o dolor–. En los siguientes días tuve que robarle a mi tía unas monedas para completar la cantidad que costaba la foto y a la semana, rogándole a Dios que todavía estuviera, fui al bazar por la fotografía de mi madre. La puse entre mis libros y en la escuela, como no queriendo, provoqué la conversación sobre las madres y muy “a propósito” les mostré la foto. Creo que las convencí de que era mi madre, o tal vez ya no les interesó, pero desde ese momento ésa era mi mamá. Mi tía no tardó en descubrirla. A ella le dije simplemente que me la había encontrado y sin más, la rompió en mil pedazos, mientras sentenciaba que no tenía por qué guardar fotos de desconocidas. Lo lamenté mucho, pero ya había encontrado el camino, así que compré ésta que conoces –me dijo moviendo la imagen que tenía entre sus manos– y empecé a comprar y comprar fotos viejas; a todas les inventaba una historia y las metía en mi álbum hasta completar mi familia; una familia muy grande que me ha acompañado durante mucho tiempo y que ahora que muera deben desaparecer.

Yo iba a protestar y a decir algo, pero mi madre en ese momento emitió una queja profunda y lastimosa. Se hizo un silencio. Le pregunté si necesitaba algo; si le dolía; si quería alguna medicina.

–No te preocupes –me dijo–. Casi siempre me da este dolor después de que como algo. Súbete a mi cama, ándale –dijo después que hubo pasado un poco el dolor––. Acomódate como cuanto te daba miedo de niña y te acompañaba en la noche, pero ahora tú sentada y yo recostada en tu regazo.

Obedecí sin pensarlo dos veces: subí a la cama cuidando de no molestar o lastimar a mi madre. No sin trabajo nos acomodamos como ambas sabíamos hacerlo en otros tiempos. En esa posición mi madre cerró los ojos “Cántame una canción”, pidió, “aquella de la noche para descansar”. Con una voz débil, casi como un murmullo, aquella mujer empezó la tonada y después de un brevísimo momento yo hice el dueto, hasta que el último aliento de vida de mi mamá.

 

Que venga la noche, que hay que descansar

La luna plateada nos va a acompañar.

A esta nena linda que quiere jugar,

Le cierro los ojos, vamos a soñar

 

Dormir, dormir, dormir

Cierra ya los ojos, nenita por fin

Dormir, dormir, dormir

El sol ya se mete, la luna está aquí

Dormir, dormir, dormir

Tranquila que el sueño pronto ha de llegar.

Soñarás con hadas, con castillos grandes

Estará mamita y también papá

Estará tu ángel y la pelota azul.

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© 2019 Rafael Orozco Flores. Creado con Wix.com

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