Narrativa

Clase de siete
A todos nos ha pasado, estoy seguro, y desde la semana pasada me estaba pasando a mí. Todo empezó con la plancha, que mientras alisaba la camisa rosada que le gustaba tanto a Melisa, dejó de calentar. Así, sin más. No me iba a poner a buscar con los vecinos, a las diez de la noche, una plancha para terminar, por lo que una manga y el cuello quedarían como estaban; siguió el lavabo que empezó a gotear (en realidad era chorro) en esa parte que los que saben le dicen “cespol”: con una porción generosa de silicón se arregló el desperfecto, por lo menos durante un tiempo.
A media semana fue el refrigerador y la licuadora. Noté por la mañana, antes de ir a la universidad, que todo estaba “al tiempo” y la leche apestaba un poco. Aunque por la tarde el técnico solucionó el problema, la licuadora tendrá que esperar a fin de mes pues el presupuesto se estaba desbordando. Ya le eché el ojo a una licuadora de esas “inteligentes” que hacen salsas como de molcajete.
Por ahí del sábado sentí que seguía el carro: traté de dar marcha y nada. Después de una mentada de madre al destino y un manotazo sobre el volante –que todavía me duele--, di vuelta a la llave y ¡qué felicidad! El carro encendió y así había seguido hasta hoy que iba a clase de siete.
Mi tragedia de hoy en realidad comenzó ayer por la tarde en que salieron dos “bomberazos” en la oficina. Reponer informes y “cuadrar” datos no fue tan complicado como recabar las firmas que logré hasta como a las once de la noche, en la casa de los funcionarios. Eso afectó el tiempo para preparar la clase sobre “El triángulo de la comunicación”, para los alumnos de tercer semestre.
Decidí dormir un poco para despejarme y me levanté temprano. Como es un tema que domino bien, una hora y media bastó, con presentación de Power incluida. Me bañé tranquilamente, tomé una taza de café y salí de casa con el tiempo preciso para atravesar la ciudad hasta Santa María. No quise perder tiempo cuando en los dos intentos no quiso dar marcha el motor de mi carcacha. Ahora no maldije, sino que rogué a Dios encontrar un taxi desocupado. Tuve suerte pues a los cinco minutos ya viajaba por las calles de la ciudad que empezaba a despertar.
Todavía estaba obscuro. Cerca de la escuela de medicina, una multitud de jóvenes vestidos de blanco esquivaban los autos y caminaban no sin prisa hacia sus clases. De pronto, entre la multitud de estudiantes, iba corriendo una persona de complexión robusta, de pelo corto y jadeando, que cubría su cuerpo, mejor dicho, parte de su cuerpo, con una mano atrás y la otra adelante. “A este camarada seguro lo sorprendió el de los cuernos”, dijo el taxista y reímos compadecidos.
La charla con el chofer de la unidad se extendió por dos cuadras más, bromeando sobre el incidente. A mí me quedó la certeza de que mis problemas domésticos eran nada, en relación con los del hombre de pelo en pecho aquel o los de la mujer que probablemente estaría explicando lo sucedido.