Narrativa


GENTE COMUN. Fui al porno –escribió Ramiro
Jueves 16 de enero de 2020.
Conocí a mi hermano muy poco.
La muerte de papá transformó la vida no sólo para mí, sino para la familia entera. Él era tendero. Le gustaba el comercio y con mucho esfuerzo logró consolidar la tienda de abarrotes más grande del pueblo. Desde que tengo memoria, yo le ayudaba a despachar y de vez en cuando cobraba a los clientes la mercancía que se llevaban, pero la situación cambio cuando le amputaron el brazo. Nunca supe por qué, pero a partir de entonces dejé la escuela y le entré de lleno al trabajo de la tienda.
Cuando Ramiro salió de la secundaria, me costó trabajo convencerlo de que se fuera a Morelia a estudiar, primero la “prepa” y después una carrera. Era bueno para las matemáticas, el cabrón. Aunque mi mamá siempre soñó con tener un hijo maestro, Ramiro quería ser ingeniero.
En Morelia mi papá le buscó una casa de las que llaman de “asistencia”, en donde le rentó un cuarto compartido con otros chavos: uno era de Uruapan y el otro de Maravatío. Aunque había más muchachos en la casa, él compartía el cuarto con ellos.
El de Uruapan, Martín, fue el que nos avisó del asalto y muerte de Ramiro. Era ya tarde. Estábamos por cerrar la tienda cuando sonó el teléfono. Contestó uno de los empleados y me pasó el aparato: “hablan de Morelia”, dijo. Pesé que era Ramiro, pero cuando oí una voz desconocida me alerté, no sé todavía por qué.
–¡Bueno! –dije–.
–Buenas noches. Soy Martín. Usted no me conoce pero soy un compañero de cuarto de Ramiro. Encontré el número entre sus papeles. Les llamo para decirles que… que… pues que lo asaltaron y lo mataron. Lo tienen en la “procu”.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Era mucha información en muy pocas palabras, así traté de hacer un alto para entender y asimilar lo que me acababan de decir. Tras un brevísimo interrogatorio a Martín, que no aportó más información, les comuniqué la noticia a la familia y salimos para Morelia.
Son pocas horas las de Yurécuaro a Morelia, pero el trayecto fue, más que largo, angustiante por la falta de información y lo apresurado que todo esto resultaba. En la vieja camionetita Ford de mi papá, mi madre lloraba. Mi padre trataba de consolarla y de vez en cuando se le quebraba la voz o dejaba salir una que otra lágrima. Yo manejaba en silencio.
Apenas amanecía cuando llegamos a Morelia. Fuimos directos a la procuraduría siguiendo un taxi que nos servía de guía. El papeleo fue, ya lo imaginarán, un verdadero calvario, aunque por fin nos entregaron el cuerpo. La copia del acta que levantó el ministerio público explicaba, sin mayores detalles, las circunstancias del levantamiento del cuerpo; la declaración de algunos cuantos testigos y el informe pormenorizado del médico forense.
Hace un mes de todo eso. Voy de regreso a Yurécuaro, después de recoger las cosas de Ramiro. La maletita con su ropa y un par de cajas con sus libros, van documentados en el autobús en el que viajo. Sólo traigo conmigo una libreta. Me di cuenta que era un diario al hojearla mientras llenaba las cajas de libros: “¿Un diario?, pensé mientras mecánicamente acomodaba lo mismo un Alvin Nason de biología, que un discreto volumen de álgebra y algunas fotos familiares.
Ramiro llevaba un diario. Me parece más que curioso, extraño. No sé si antes, allá en Yúrex, escribía algo así o empezó ya de “citadino”. Me quema las manos. La textura de la cubierta imitación piel, de color café oscuro, es suave al tacto; no tiene ninguna inscripción en la tapa y su tamaño lo hace práctico, pues es casi de la mitad de una hoja de papel.
Si tengo derecho a leerlo, es la pregunta que me hago. La respuesta inmediata, desde luego, es un no rotundo. Soy consciente que invadiría su intimidad. ¡Qué caray! –me digo–, ¡si Ramiro está muerto y el diario lo tengo aquí, en mis manos! Tomo el diario por el lomo con la mano izquierda, mientras la derecha hace que las hojas pasen rápidamente, como quien baraja naipes y alcanzo a leer “Mariela se dio cuenta…!”. Me debato con la idea de leerlo, de plano. ¿De qué se dio cuenta Mariela, su novia de Yurécuaro? ¿Le pondría el “cuerno”?
Mientras juego con el “sí” y el “no”, abro en una anotación que empieza con “23 de septiembre” y leo:
“Hoy me le aventé a Beatriz. Le dije que me gustaba y que si quería ser mi novia. Cuando me dijo que sí, le di un beso en la boca que me supo rico.
“Cuando llegó Martín y Diego, les platiqué. Después de hacerme burlas, me invitaron a unas chelas, para celebrar. Estoy contento.”
Quién sabe si habrá alguna conexión entre el asunto del que se dio cuenta Mariela y esta nueva novia, pero para saberlo, abrí unas hojas más adelante. Me llamó la atención que se refería a mi madre:
“Hoy por la mañana hablé con mi mamá. Aunque me dijo que está contenta con que yo esté acá, sentí que me lo dijo para no preocuparme.
“Me dijo también que mi papá vendrá la próxima semana a que le revisen la próstata a mi tío Nacho.
“Le hablé a Beatriz para ir al cine. No quiso ir. Desde hace días anda medio mamoncilla.”
Me hizo sonreír la expresión de Ramiro. Me lo imaginé con su bigotillo ralo y con su típica sonrisa, que dejaba ver su diente roto.
El autobús se detuvo de pronto. Algunos pasajeros que dormían, se despertaron un poco sorprendidos y alguien dijo que adelante había un accidente. Yo, ya sin prejuicio, seguí leyendo el diario de mi hermano, sin el menor reparo en cuestiones de respeto, ética o lo que sea. Yo nunca me imaginé que Ramiro pudiera tener un diario y si me lo preguntaran, yo no escribiría uno. Había muchas anotaciones sobre mi papá y supe que el romance con Beatriz fue pasajero, a pesar del beso rico del principio. Poco antes de llegar a Yurécuaro con las pertenencias de mi hermano muerto, me llamó la atención la palabra “porno” que estaba escrita al inicio de una fecha de noviembre. Decía:
“Fui al porno, otra vez, aprovechando que no tuvimos clases. Había poca gente en la sala y escogí un asiento de atrás. Mientras en la película una pareja se encueraba en una alberca, vi a un bato que buscaba dónde sentarse. Yo seguí viendo la película: ya encuerados, se empezaron a “tascalear”; la vieja gemía, en lo que el cuate le chupaba las tetotas; un hombre joven ve a la pareja y se la empieza a jalar, atrás de unas plantas…
“En eso, el bato de antes se levantó y se sentó en la fila en la que estaba yo. Lo vi de reojo sin hacerle mucho caso. En la película, el mirón también se encueraba y se unía a la pareja que lo aceptada sin chistar. El recién llegado a la alberca empezó a besar a la chica por todo el cuerpo mientras el otro seguía en las chichis.
“Sentí que el cuate se levantó otra vez y se volvió a sentar, pero ahora a unas tres butacas de la mía. “Esta pendejo” –me dije. No pasó mucho tiempo, cuando se levantó nuevamente y se sentó junto a mí. “Ah, cabrón. ¿Y éste?”, fue lo que pensé. Mientras en la pantalla la pareja que empezó ya estaba cogiendo y el otro acariciaba a la vieja, la mano del tipo raro aquel, rosó mi rodilla y dijo “¡perdón!”. Yo me puse al alba y seguí viendo la película. Cuando la tipa como que masturbaba al mirón, el que estaba a mi lado recorría mi pierna y detenía su mano agarrándome el fierro. Me paré en chinga y me salí del cine. Me alejé rápido temiendo que el cuate aquel me siguiera.
“No les conté lo que me pasó a Martín y a Diego. Y ahora que lo pienso, la aventura estuvo emocionante.”
Cerré el diario. Una, porque el autobús llegaba a la pequeña terminal de Yurécuaro y, dos, por el convencimiento de que estaba invadiendo lo que fue la vida de mi hermano Ramiro, a quien recuerdo con cariño y al que, insisto, nunca acabé de conocer.