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Narrativa

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3/5 Tiempos de Covid-19. Mariposa Covid.
 

Jueves 4 de junio de 2020.

Con abrazos y besos para Fer.

MURIÓ DOÑA Juanita. Durante muchos años su figura menudita inundó el mercado cuando repartía la comida que preparaba para vivir. Yo era una niña de 11 años y la conocí en una situación nada grata y muy injusta: casualmente pasaba por su negocio mientras su hijo Fermín gritaba y la agredía verbalmente. “Eres una pendeja”, le dijo mientras alzaba los brazos como para asestar en la mujer un golpe. Ella sólo atinó a tratar de protegerse la cabeza con sus delgadas manos. Varias personas nos quedamos impávidos y espectantes, sólo viendo lo que ocurría. Por un tiempo ese tipo de escenas fueron más o menos frecuentes, cuando Fermín pasaba por dinero para su adicción. En la ocasión que refiero, el hijo de Juanita en su coraje e impaciencia, dio un golpe a una vitrina que se hizo añicos, mientras los vidrios hacían un surco profundo en sus brazos. Cuando vio la sangre, dirigió una profunda mirada llena de coraje a su madre y se fue.

Si era conocida entre los locatarios del mercado, más lo era en la colonia por su pozole del fin de semana. Era maravilloso: solía usar platos coloridos en los que derramaba los gramos de maíz como si fueran palomitas, inmersos en un caldo que nunca llegaba al rojo, sino más bien en un matiz de naranja oscuro con un picor apenas perceptible; sobre el pozole ponía una combinación de lechuga con repollo, cebolla picada en cuadros grandes, lajas muy finas de rabanitos, una rodaja de cebolla morada, orégano. Encima, ponía la mitad de un limón y clavaba de manera armónica dos totopos. Así de simple.

Ahí íbamos con mi madre de vez en cuando y ahí llegué, unos seis años más después del incidente.

—¿Y tu mami, m’ija?, me preguntó e iniciamos una conversación que iba de un lugar a otro, del clima a la carestía; de los remedios caseros para la ciática a la receta de hongos en salsa de chile habanero. El pozole estaba en el anafre y le faltaba sólo un poco, a decir de doña Juanita.

Saludó a una vecina que pasaba y tardamos en reanudar nuestra plática. Tras la pausa fue ella la que dio la pauta:

—Murió mi Fermín —dijo—. Nadie sabe pero la semana pasada me vino a buscar un señor de la policía o de algo así y me dijo que habían encontrado a mi hijo en un lote baldío cerca del estadio de béisbol; que se le había pasado la cantidad de droga que se metió.

Abrí los ojos por la sorpresa y continuó:

—Primero me pasaron a una bodega muy fría y después abrieron una puertecita como de horno de estufa y de ahí sacaron una tabla de lámina con un muerto cubierto con una sábana. Me preguntaron si estaba lista y cuando dije que sí, levantaron la sábana y ahí estaba mi Fermín. Al verlo recordé a su padre porque era igualito a cuando lo enterramos. Me hicieron firmar un montón de papeles y como les dije que era sola, me ayudaron a llevarlo al panteón para quemarlo. Ahí adentro, dijo señalando hacía su casa, lo tengo en una cajita. La muerte busca el camino y lo encuentra a su paso.

Hizo un silencio. Meditabunda abrió la olla del pozole y lo removió. Aunque fueron sólo unos segundos a ambas, seguramente, nos parecieron horas. Un poco repuesta reacomodó sus utensilios y me miró de una manera que imploraba compasión.

—Perdóname que te haya agarrado de pañuelo, pero me acordé de tu carita de niña asustada cuando mi hijo me agredió en el mercado. Te recuerdo bien. Nunca olvidaré esa vergüenza que sentí ante tanta gente. Tenía tanto que esconder, que te vi y ya no te quite la mirada hasta que después de un rato te fuiste con otros niños. Después te reconocí aquí y siempre me recordabas aquel momento. Ya no más. Fermín ha muerto y mi vida sigue.

Ayer nos enteramos de su muerte. Nadie la había visto por días, hasta que su vecina la encontró muerta. No sabemos qué la mató: si fue la tristeza por Fermín, un mal cardíaco o alguna otra cosa, pero a las autoridades se les hizo fácil asentar en el acta que por el coronavirus, lo que la transformó de doña Juanita, en el primer fallecimiento de la ciudad.

Hace rato pasó el cortejo fúnebre por mi casa. No sé de quién fue la iniciativa, pero los vecinos pagaron los gastos del funeral. Y ahí iban, rompiendo todos los protocolos: la carroza, un vehículo del servicio público con los vecinos, varios autos particulares y al final una pequeña camionetita de redilas con algunas coronas y flores.

Yo los vi desde la ventana de mi recámara, en el segundo piso. Mientras pasaba la caravana, algo muy pequeño llamó mi atención: era un capullo en el momento mismo en que salía de su encierro una mariposa. La vi salir completa y trabajosamente. Con sus patas se aferró al capullo que recién había dejado vacío y lo sacudió: uno, dos, tres; uno, dos, tres. Tras el cristal, a escasos centímetros, ahí estaba yo. Todavía se veía el cortejo en la calle, cuando la mariposa estiró su lengua como si fuera un yo-yo, movió ligeramente sus alas y ¡Oh maravilla!, un líquido amarillento recorría internamente las “venas” de sus alas, que se fueron abriendo hasta quedar henchidas, en negro y amarillo. Batió sus alas un par de veces como poniéndolas a prueba y se fue. La vida abriéndose camino, habría dicho doña Juanita.​

© 2019 Rafael Orozco Flores. Creado con Wix.com

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