Narrativa

CUATRO CIRIOS. Se murió Eduardo.
Jueves 30 de abril de 2020.
Valeria fue la que llegó con la noticia a la secundaria, cuando regresamos de vacaciones: ¡Murió Eduardo!, nos dijo con una cara que, si bien denotaba tristeza, tenía un dejo de duelo trabajado. Todos se acercaron a escuchar los detalles, mientras Ana y yo nos quedamos petrificados en las primeras bancas del salón de clases del tercer piso.
Eduardo era un chico popular en la escuela. No era muy alto, tenía la cara redonda con la barbilla un poco triangular; su pelo era más bien trigueño y su piel blanca. Era de aquellos a quienes gustaba meter la corbata reglamentaria de “chocho”, después del segundo botón de la camisa, para que no le estorbara llevándola “en caída libre”, como solía decir. Si bien no se distinguía por alcanzar siempre las mejores calificaciones, su alegría se imponía no sólo en el aula, sino en los pasillos y patios escolares, era ese su distintivo. Cuando saludaba, se mordía el labio inferior y dejaba ver su diente quebrado, al tiempo que nos palmeaba el brazo o el hombro.
Desde los días del primer grado, Eduardo se identificó con Ana y conmigo y aunque convivía mucho con otros compañeros, siempre acudía a nosotros como para tomar respiro; éramos como el puerto en el que anclaba, después de bajar escaleras, correr tras la pelota y gritar a todo pulmón por una torta y un refresco, en la tienda de la escuela. Solidario, nos animó a visitar a Gerardo en el hospital después de una cirugía y verdaderamente no dudaba en desprenderse de sus cosas, para ayudar a alguien.
Así lo recuerdo después de más de treinta años. No se ha borrado de mi memoria la ocasión en que lo vi tratando de concentrarse para contestar el examen de inglés de la maestra española, blandiendo el lápiz contra la cabeza, como quien golpea un tamborcillo, quizá tratando de que las respuestas bajaran a la hoja a medio llenar.
Solamente una vez lo vimos triste. En uno de los recesos nos llevó, a Ana y a mí, hasta una banca alejada del bullicio estudiantil para confiarnos que había muerto su abuelo, su segundo padre, su confidente adulto. Nos lo dijo y, tras un intento de contener las lágrimas, lloró mucho abrazado a nosotros, a sus cuates, a sus camaradas; a mí, que lo quería como se quiere a un amigo y a Ana, con ese amor inconfesado de adolescente.
Eran tiempos de exploraciones e inquietudes de quienes están despertando a la sexualidad y se asoman a la vida de los mayores. ¡Te tengo que contar algo!, me dijo un día, con una amplia sonrisa de diente quebrado. Y mientras la escuela entera hacía los honores a la bandera, Eduardo y yo nos fuimos al tercer piso. Antes de llegar, aún en la escalera, me detuvo y con su rostro radiante de gusto y de contento me dijo: ¡lo hice con mi prima! ¡Es algo maravilloso!, no te puedes imaginar. Nos quedamos solos en la casa de mi tía, y lo hicimos. Es bien chingón. Tras la confidencia, su cara se uso seria para hacerme prometer que no se lo diría a nadie. No lo he hecho hasta ahora en que recuerdo, en tiempos de coronavirus, al amigo de secundaria, a quien una bala en un accidente de cacería cortó la vida. Recuerdo aquel año cuando perdí un amigo.