Narrativa

GENTE COMUN. El hijo predilecto.
Jueves 5 de marzo de 2020.
Todo y todos estaban en su lugar. El más nimio de los detalles había sido cuidado meticulosamente desde semanas antes en que se organizó el homenaje a don Valentín Zamora, que serviría de marco para declararlo “Hijo predilecto” de su estado natal.
El teatro estaba lleno a reventar por la crema y nata no sólo de personajes de la política local, sino de buena parte de funcionarios que dirigían el rumbo de la cultura, de las letras sobre todo, a nivel central; también estaban distinguidos empresarios; funcionarios de “primer nivel”, autoridades de la universidad local y, para completar la alegoría, los escritores en boga; todos de traje obscuro, camisa blanca y corbata de moñito, con sus respectivas esposas en traje de noche.
A la cabeza del presidium, compuesto por quince personas, estaba el gobernador de la entidad, quien era flanqueado por el representante presidencial y por don Valentín.
Mientras el quinto orador de la noche hacía una remembranza biográfica del homenajeado, éste, ausente, interiormente se dolía de los estragos del viaje desde Guadalajara en auto y lamentó no haber aceptado el ofrecimiento de ser trasladado en el avión particular del gobernador de Jalisco.
Tomó un poco del agua que tenía ante sí y al levantar un poco la cabeza para ingerir el líquido, sus ojos de setenta años sintieron, por enésima vez en los últimos días, el cegador haz luminoso de los reflectores.
Se sentía cansado. Después de haber recibido un premio en Europa, todos querían estar junto a él. Salir en la foto con el galardonado era sin duda pasar a la inmortalidad, más aún si se corría con la suerte de que la fotografía en cuestión fuera publicada en algún diario importante o en alguna revista especializada.
Y mientras el rector de la universidad local destacaba la importante producción literaria del homenajeado, de más de quince novelas, numerosos libros de poesía e innumerables ensayos publicados en los más variados productos editoriales, don Valentín sacaba su pañuelo y discretamente se limpiaba la frente que empezaba a perlarse con un sudor frío.
¿Serían veinte las ceremonias a las que había asistido, o eran más?, ¿eran otros los oradores y el mismo discurso o eran oradores y palabras las mismas que se venían repitiendo desde hacía varias semanas?, ¿era una pesadilla o realmente sucedía aquella avalancha de ceremonias y halagos?
Un nutrido aplauso lo sacó de su ensimismamiento y se dolió de saber que se encontraba ante un hecho real.
El maestro de ceremonias anunció en ese momento la imposición de la medalla que lo haría hijo predilecto del estado. Todos se levantaron. Se hizo en la sala un silencio total, que fue roto por las pisadas casi marciales de una joven edecán de impecable y menuda minifalda, que portaba en sus manos un finísimo estuche abierto. Llegó cerca del gobernador y tendió a éste sus manos. El funcionario tomó el medallón con la efigie de uno de los héroes nacionales, carraspeó discretamente y dijo antes de imponer la medalla en el cuello de don Valentín:
—Es para mí un honor, en nombre del pueblo, declararlo “Hijo predilecto”...
Lo demás ya no se oyó pues un alud de aplausos invadió el ambiente. Don Valentín alzó las manos, con las palmas hacia él, a la altura de su cabeza y después de las llevó al pecho a nivel del corazón, mientras los presentes seguían aplaudiendo delirantemente.
Durante el brindis en su honor, los presentes querían saludarlo, intercambiar con él un comentario elogioso sobre su obra y hubo alguien que le atribuyó la paternidad de una novela de García Márquez.
De pronto, en el fondo del salón, se escuchó un ruido de vasos que se rompían y el grito de una señora.
—Llamen a un médico —se oyó entre la multitud y todos se dirigieron a ver lo que había pasado.
Don Valentín se quedó solo. Sin pensarlo y de manera instintiva, caminó hasta la puerta de salida que providencialmente estaba cerca. Ya en la calle, tomó el primer auto de alquiler que pasó y se alejó del lugar.
—Lléveme al hotel “Cervantes” —ordenó al conductor mientras se quitaba la corbata y desabotonaba su camisa. Puso el estuche que recién le habían entregado en su regazo, se relajó cuanto pudo en el asiento, echó la cabeza hacia arriba, cerró los ojos y respiró profunda y prolongadamente.
Sería cerca de la media noche cuando el vehículo se enfilaba hacia el hotel. A los diez minutos de viaje entre las calles de la ciudad, el conductor rompió el silencio:
—Ya empieza a hacer calor, ¿verdad?
—Sí, hace un calor espantoso —contestó secamente don Valentín.
Nuevamente el silencio.
A los pocos minutos, una nueva acometida del chofer:
—¿Es usted de aquí?
—No, no soy de aquí —contestó con un tono que desarmaba al mejor conversador.
El resto del trayecto se completó sin que los dos viajantes pronunciaran palabra. Era el radio de la compañía el que llenaba aquel minúsculo ambiente, anunciando, de vez en cuando, algún servicio o reporte. Ya a las puertas del hotel “Cervantes”, cuando se disponía a bajar, don Valentín preguntó por algún lugar en donde se pudiera estar bebiendo alguna copa tranquilamente hasta la madrugada.
—Está el bar “Los coras”, donde hay música y cierran hasta las siete de al mañana. Si quiere chica está...
—No —interrumpió don Valentín—, sólo quiero beber y estar solo. Lléveme a “Los coras”.
El mutismo entre los dos pasajeros de aquel carro de alquiler esta vez fue roto por don Valentín:
—¿Cuánto espera ganar esta noche en su taxi, amigo?
—Pues tengo que juntar mínimo unos seiscientos pesos, pa’ la cuenta y pa’ mi.
—Le voy a dar mil quinientos para que me acompañe al bar, ¿acepta?
—Oiga, yo no...
—No, no me entienda mal. No le propongo ninguna mariconada. Sencillamente me acompaña, nos tomamos un par de alcoholes y a las siete de la mañana me lleva nuevamente al hotel. Nada más.
El operador del taxi lo meditó un poco. Seguramente valoró la demanda de sus servicios en ese día y a esa hora y, tras unos segundos, aceptó con la condición de que el pago fuera por adelantado.
Antes de entrar a “Los coras”, el escritor entregó lo convenido. Un mesero los condujo ante una pequeña mesa y se acomodaron. Mientras les llevaban el tequila y la cerveza, los hombres pasaron la mirada por el lugar. Un grupo de jóvenes, hombres y mujeres, charlaban divertidos a unos metros de su mesa, mientras que una pareja de tomaba de la mano y de frente, uno del otro, compartían e intercambiaban sus bebidas entre besos y arrumacos. Una mujer joven de agradable voz, cantaba algunas baladitas de moda, acompañada al piano por un hombre regordete de traje azul rey, camisa blanca y corbata roja. Sus manos, con anillos en cada uno de sus dedos, acometían con delicadeza las teclas del piano. En la barra, varios bebedores solitarios entre los que se encontraba una mujer. Otras mesas estaban ocupadas por parroquianos que conversaban quién sabe de qué, que lo mismo provocaba risas discretas que los gritos airados de otros, mismos que eran apaciguados por los demás compañeros de mesa. Tres pantallas de televisión distribuidas por el local completaban el mobiliario con algunas plantas que apenas se percibían por la semioscuridad que reinaba.
—¿Qué le parece? —inquirió el taxista.
—No está mal —contestó don Valentín y dio un trago pequeño a su tequila.
Los dos hombres, entre trago y trago, alternaban su atención entre los vecinos de mesa y las pantallas de televisión. Serían las tres de la mañana cuando el ruletero hizo una seña con la mirada para que don Valentín volteara a la barra. Ambos vieron en ese momento cómo la mujer, antes sola, reía y brindaba con un hombre joven con la apariencia de un empleado bancario. Para ese entonces el grupo de jóvenes había abandonado el lugar y otras personas ocupaban la mesa.
—¿Otra cerveza? —sugirió don Valentín.
El chofer aceptó el ofrecimiento y poco tiempo después, mientras el mesero vertía el espumoso líquido en el tarro, vieron cómo la pareja de antes se paró a bailar “…Suelta el listón de tu pelo…”, en una improvisada pista que ellos mismo hicieron entre las mesas.
De vez en cuando las miradas de los hombres se encontraban en ese recorrido errático por la geografía del lugar y rápidamente la desviaban hacia otro blanco, no sin antes esbozar una leve sonrisa.
Pasadas las seis de la mañana don Valentín se levantó y fue al baño. De regreso ya no se sentó. Dijo estar muy cansado y pidió a su acompañante que lo llevara al hotel.
Pagaron. En la calle ya empezaba algo de movimiento de carros y transeúntes. El ambiente estaba fresco y ambos se arroparon instintivamente. El trayecto hasta el “Cervantes” transcurrió en silencio.
—Hemos llegado —anunció el chofer a don Valentín que empezaba a dormitar.
El hijo predilecto del estado bajó del taxi, corroboró la presencia de sus pertenencias, sacó la cartera y tendió al taxista dos billetes de doscientos pesos:
—Tome —dijo—, esto es por su conversación. La he disfrutado como no tiene idea.
El hombre aquel, sorprendido y feliz por el ofrecimiento, tomó sin reparo los billetes y se alejó. Don Valentín, por su parte, respiró hondo, sabía que horas más tarde estaría en la capital del país bajo otra catarata de luces, discursos y adulaciones.