Narrativa

CUATRO CIRIOS. Evangelina.
Jueves 16 de abril de 2020.
El cuerpo de Evangelina ocupaba un poco más de media cama en la posición fetal en la que solía estar desde hacía varios días. La debilidad era ya una constante en su estado físico. Resultaba sumamente difícil conseguir que tomara algo sólido, así que los jugos y el agua habían suplido al pollo, al bistec al que era tan afecta y al pan y la tortilla. La mascarilla de oxígeno, ahora ya estaba constantemente cerca de sus orificios nasales y cuando los leves movimientos la alejaban, hacía un esfuerzo supremo para poder acercarlo y respirar mejor.
La cama del hospital estaba un poco inclinada. Eso le permitía, cuando estaba despierta, ver mejor y darse cuenta de lo que pasaba en ese pequeño universo hospitalario al que se había reducido su casa, su trabajo y el parque de juegos al que solía llevar a su pequeño Daniel. Junto a la cama, un pequeño buró adosado al muro y una silla completaban los enseres a que podía acceder como interna. La habitación que ocupaba desde hacia más de un mes era compartida en esos días por otras dos personas con padecimientos diversos. Sólo algunas veces había hablado con su vecina de la cama adyacente. Juana María era su nombre. Y en las horas de insomnio, en las madrugadas, se habían hecho destinatarias, la una a la otra, de tiempos idos; de anhelos de vida cumplidos y de aquellos que ahora resultaban inalcanzables.
Despertó Evangelina aquella mañana y se alegró de ver el rostro alegre de Juana María, que estaba sentada alisándose el pelo con el cepillo. Dejó correr el tiempo intercambiando sólo un esbozo de sonrisa y cuando casi terminaba musitó un ¡hola!
—¡Hola, Eva! —dijo. Estuvo tu mamá. Se fue sólo hace unos cinco minutos. Te dejó besos. Besos de ella y de tu hijo.
Evangelina cerró lo ojos y sonrió ampliamente de un golpe, hasta que su cara cambió de semblante, tras evocar la carita de su hijo al que no veía desde que ingresó al hospital.
—Platicamos un rato —continuó—. Me contó cosas de ti, de tus hermanos, de tu padre, de ella misma y de Dany….
—¿Te contó de Dany? —preguntó quedamente Evangelina—. ¿Qué te dijo de él?
—Me dijo que era un niño hermoso de once años; güerito de pelo castaño claro, con unos ojos enormes con los que está devorando el mundo; me dijo también que es su vida y la tuya; que es muy listo para su corta edad…
—¿Sólo cosas bonitas te dijo de Daniel? —volvió a interrumpir Evangelina, que se reacomodó en la cama quedando boca arriba, con la piernas aún dobladas hacía donde estaba Juana María.
—No —dijo Juana con un movimiento de cabeza, después de un breve silencio—. Me dijo también cosas tristes que la hicieron llorar, que nos hicieron llorar, debo decir.
—¿Te dijo algo del papá de mi niño?, ¿te platicó sobre cómo lo tuve y por qué lo tuve?
—Algo dijo de eso y comprendo ahora porque no hay otras visitas más que las de tus padres y la señora esa…
—Lupita –precisó Evangelina.
—Sí, la señora Lupita. ¿Tu mamá no la conoce, verdad?
—Sí. Sí la conoce, pero no le cae bien. A ella le echa la culpa de lo que me pasa.
—Puedo preguntar por qué —dijo solícitamente Juana María, mientras acomodaba su cepillo en una bolsa de plástico de centro comercial, que hacía las veces de neceser.
—No —dijo Evangelina, mientras acomodaba nueva y lentamente la mascarilla del oxígeno, se cubría trabajosamente con la sábana blanca hasta cubrir completamente su cabeza.
Juana María ofreció una disculpa y se acercó a tomar la mano de Evangelina, mientras explicaba que no había sido su intención meterse en donde no le importaba. Apeló a breve amistad y prometió no volver a hacerlo.
Pasó un buen rato en silencio cuando entró la enfermera a tomar la temperatura de las tres pacientes del cuarto 423 y verificar el estado del oxígeno, del venoclisis y las ventanas. Cuando salió recomendó no abrir tanto las ventanas, advirtiendo que era mal para todas.
Seguía acariciando la mano y los brazos de Evangelina cuando ésta rompió el silencio.
—Yo nunca tuve un novio —dijo con voz pausada—. A quienes se acercaron a mi con esos propósitos los rechazaba con cualquier pretexto, temiendo siempre la reacción de mis padres, siempre reacios a que yo pudiera tener novio. Era pavor el que yo sentía desde chamaca, pensando en que mis padres se enojaran conmigo si yo tenía novio. Así pasó el tiempo y me transformé en adulta. Cuando dejé la prepa para trabajar, los pretendientes llegaron cada vez más esporádicamente, hasta que finalmente ya no hubo pretendientes
—hizo una pausa y continuó—. Cuando comprendí que yo tenía derecho a ser feliz y hacer mi vida con alguien, ya era muy tarde o por lo menos eso creo, porque los “príncipes encantados” dejaron de asediarme —ríe y al hacerlo desencadena un acceso de tos que la agita por un rato—. Yo quería tener un hijo. Cuando se lo dije a mis padres se armó un embrollo en la casa con mis hermanos y con todos. Como no me bajaban de puta, guardé para mi sola ese deseo. Pero no veía cómo cumplir mi anhelo…
—Y ¿qué pasó? —preguntó impaciente Juana María.
Evangelina se reacomodó en la cama. Recorrió con los ojos la habitación de aquel hospital público y cuando su mirada se encontró con la de Juana María, volvió a sonreír.
—De trabajo en trabajo —continuó después de un momento—, llegué como recamarera al Hotel San Carlos y de ahí al Bugambilia, un hotel de paso en donde conocí a doña Juanita. Como recamareras a las dos nos correspondía sacar las inmundicias que dejaban las parejas que acudían a ese lugar: sábanas con sangre y con otras cosas a veces irreconocibles. Ella tenía varios años ahí cuando yo llegué y me enseñó cómo limpiar todo aquello en poco tiempo y sin que te diera asco. Poníamos un poco de perfume en los “tapabocas” y doble guante para recoger toallas sanitarias, tampones y condones. Yo llegué a vomitar muchas veces, aunque a todo se acostumbra una.
Había un cliente que iba con mucha frecuencia al Bugambilia. Era joven, muy guapo y todos sabíamos que era amigo del hijo del dueño. Se llamaba Carlos. Siempre ocupaba el cuarto 213, quién sabe por qué. Ese me tocaba a mí —dijo esto último doblando la mano derecha hacia el pecho como para imprimir cierto derecho de pertenencia sobre aquel espacio del que estaba hablando—.
Un día —continuó Evangelina, tras una pausa que la otra enferma no se atrevió a romper—, vi llegar al joven Carlos con una jovencita muy linda —dijo estirando las palabras—. La muchachita iba como apenada, pero se veía contenta al lado de Carlos. Los alcancé a ver que se daban un beso antes de entrar al 213. Mi mente se trastornó y me imaginé dentro de esa habitación con el joven Carlos; haciendo el amor en lugar de aquella jovencita y yo correspondiéndole a sus caricias y sus peticiones amorosas. Dos horas duraron en aquel cuarto e hice lo que nunca había hecho: disimuladamente pasaba por la habitación y si no había testigos me acercaba a la puerta y trataba de escuchar lo que pasaba en el interior.
Cuando salieron, me abalancé al interior tratando de percibir olores o algo que me permitiera seguir con aquel estado de embelezo y excitación. De vuelta a la realidad empecé a limpiar y junto a la cama encontré un condón. Lo recogí y sentí una leve tibieza que me hizo aventarlo violentamente al cesto de la basura, correr al cuarto de baño y vomitar.
Repuesta del asco pasó por mi mente que esa era la solución a mi deseo. Corrí al cesto, tomé el condón lo alcé a la altura de mis ojos; lo miré; eché el seguro a la puerta; me tendí sobre la cama; rasgué con las uñas la punta de aquella bolsita plástica y con los dedos introduje el condón en mí para vaciarlo. Después… —nueva pausa— después lloré por largo rato hasta que entró doña Juanita con la llave maestra y me tranquilizó. Nunca me dijo nada, así que no se si intuye lo que hice. Pero yo seguí esperando la llegada de Carlos, cada semana, siempre con una chica distinta, hasta que quedé embarazada.
El silencio que inundó la habitación fue roto brevemente por el tercer paciente que se quejó secamente y pidió la ayuda de la enfermera que nunca apareció.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Juana María mientras arreglaba sobre Evangelina la sábana y ésta trataba de fijar el oxígeno a las fosas nasales—.
—Me siento bien. Ahora que lo sabes y que lo he dicho parece que la carga se aligera. A mi madre le cuesta trabajo compartir la experiencia. Se ha hecho a la idea de que cuando yo muera tendrá que cuidar a mi Dany. Gracias por escucharme, pero me siento cansada y quisiera dormir un poco.
Juana María le sonrió, le dio una palmadita en la espalda, para regresar a su cama. Terminaba de acomodarse cuando entró la enfermera con la dosis diaria del anti-retroviral para la paciente del fondo, para Juana María y para Evangelina. Más tarde regresaría mamá junto con la hora de visitas.