Narrativa

GENTE COMUN. Los calzones de Lucrecia
Jueves 9 de enero de 2020.
El origen de mi negocio fue meramente circunstancial. Venía de la escuela y el vagón del metro estaba como siempre, repleto. Mecánicamente, sin proponérmelo, poco a poco fui alejándome de la puerta por la que había subido y en cada estación recorría unos pasos, los que se podían, con tal de estar un poco más cómodo y sin apretujones. Faltaban aún cuatro estaciones para llegara a “Barranca del muerto”, cuando llegué al final del carro. Ahí estaba una chica leyendo una revista con chismes del espectáculo y pude leer por lo menos parte de la nota “SUBASTAN BRASIER DE MADONNA”.
Los dos párrafos que alcancé a leer comentaban el precio en miles de dólares que un “fan” de la cantante había pagado por una prenda que había sido usada en la filmación de un video clip y en una foto se le podía ver a la cantante con la prenda en cuestión, con la apariencia de un corpiño metálico largo y puntiagudo. ¿Qué diera yo por esos calzones?, pensé mientras exploraba el trasero de una joven a punto de bajar en San Pedro de los Pinos, a quien se adivinaba, por encima del pantalón, su bikini.
Al otro día en el billar, mientras jugaba una partidita de “pool” con Fabricio, le platiqué lo que había leído, sabiendo que le gusta Madona.
—Sí —dijo—, vi la noticia en la tele. Qué suerte de bato. Se necesita tener mucha lana para comprar lo que a uno le gusta.
—A poco si tuvieras con qué, los hubieras comprado tú —pregunté mientras preparaba el “taco”.
—Chance, chance... de quien sí tengo unos “chones” es de la Lucrecia —comentó con un dejo de orgullo y presunción, esbozando una sonrisa al solo recordarlos—. Están a toda madre y huelen, que ni te imaginas —dijo entornando los ojos.
—¿Te los dio ella?
—Cómo crees. Los tomé “prestados” de su tendedero una tarde que te fui a buscar. ¿No me consigues lo de arriba? —me preguntó bajando la voz y trazando una línea imaginaria a la altura del pecho—, te pago bien, de veras.
Reímos ante la ocurrencia y el resto de la partida el tema de conversación se trasladó al fútbol, ante la perspectiva del clásico.
El sábado siguiente, en la tarde, regresaba de comprar refrescos y en la escalera del edificio me encontré a Lucrecia que bajaba del brazo de su novio. Me acordé del incidente con Fabricio, así que después de guardar los refrescos subí a los tendederos. Hubiera tenido mucha suerte haber encontrado la prenda de mi amigo. Sólo había pañales y chambritas colgadas “han de ser del niño de la del cinco”, pensé y regresé a mi departamento.
A partir de entonces las vueltas a la azotea se hicieron frecuentes. Con cualquier pretexto subía y si encontraba a alguien disimulaba revisando mi tinaco o la antena de Dish.
La mañana de mi suerte estaba soleada. Era domingo. Llegué y justo en ese momento Lucrecia tendía su ropa. Al estirar las manos para alcanzar el tendedero, su cuerpo se tensó un poco y se marcó un poco más su cintura, que al mismo tiempo hacía resaltar la amplitud de sus caderas, la firmeza de sus nalgas y su busto. Yo, como siempre, me cercioré que hubiera agua en el depósito y me retiré al momento en que subía Doña Juanita y sus dos niñas. La saludé y seguí mi camino.
Más tarde volví, ahora tratando de que nadie me viera. La operación se completó en un par de minutos: caminé aprisa y con seguridad, tomé el brasier, lo metí bajo mi suéter y fue todo. Sin testigos.
A una llamada mía, Fabricio se presentó dos horas más tarde. Extrañado y ajeno a la verdadera razón de su obligada visita, me preguntó que qué pasaba. Yo, tratando de poner un toque de misterio le pregunté que si no adivinaba, que si no había algo pendiente entre él y yo. No, me dijo y en seguida me pidió que la “soltara”.
—Tengo tu encargo, güey. Ya tienes el “jueguito”. Presta la lana.
—¡De verás! ¿Conseguiste el dese de la Lucrecia...?, a ver, carnal, enséñamelo.
Atendiendo a su urgente pedido fui hasta el mueble en donde estaba la prenda en cuestión y se la tiré en la cara.
—Te vale cien varos —dije pensando en el regateo. Fabricio, aun con la ropa de Lucrecia en la cara sacó su cartera y me dio el dinero.
El interés de Fabricio por la ropa interior de la chica se hizo obsesión e iba en aumento. Cada semana yo tenía que conseguirle una o dos prendas. Pero nada es eterno. Rápidamente se corrió la voz de los robos en el condominio y cada día era más difícil conseguir la “mercancía”, aún en los edificios lejanos del mío a donde tuve que acudir por la demanda.
Supe después que Fabricio revendía las prendas por internet y le reclamé.
—No cabe duda que tengo que agradecerte la idea —me dijo—. Pero no te enojes: negocios son negocios y todos ganamos: quien me los compra tiene lo que quiere y tú y yo tenemos lana, ¡socio!
Comprendí de inmediato lo de la sociedad y también entendí que tenía algo de razón. Las únicas que perdían eran las vecinas, como Lucrecia.
Ayer, sin ningún plan en la mente subí a la azotea. En el último descanso de la escalera me detuve a encender un cigarro. Exhalé la primera bocanada de humo mientras guardaba el encendedor en la bolsa del pantalón. Seguí subiendo. Al llegar a los tinacos el viento arreció y sentí frío. Fumé. Con el cigarro en los labios me froté las manos. Caminé unos pasos antes de reparar en mi entorno: los tendederos estaban llenos de ropa, de ropa de mujer. Un suéter azul con los botones negros me dio la pista para saber que las prendas eran de Lucrecia. Miré en rededor y no vi a nadie. Apresuré el paso y arranqué de un manotazo un bikini rojo que se balanceaba con el aire.
—Sospechaba que eras tú —dijo Lucrecia a mi espalda, sin alguna alteración—. He imaginado lo que haces con ellos, marrano. ¡Anda... dime algo cabrón!, gritó.
—No es lo que parece, Lucrecia. Hay una explicación.
La aclaración que le di fue breve. Omití todo detalle y me centré en el hecho de la venta.
—¿Qué vas a hacer ahora que sabes quien es el ladrón? —pregunté con temor, al tiempo que apagaba el cigarrillo en un tinaco.
—Nada. Comprar más calzones cada semana, ¡socio!