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Narrativa

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GENTE COMUN. El anticuario
 

Jueves 30 de enero de 2020.

Bajo el letrero gigante que promueve las “suites de lujo” del hotel “Calipso”, está uno más pequeño, sin iluminación nocturna, que anuncia el bazar de don Ismael. Hotel y bazar se ubican en el mismo inmueble que antaño era un mesón en donde pernoctaban algunos pasajeros que arribaban a la desaparecida estación del tren. El amplio jardín que se encuentra al frente de la edificación, se ha convertido en lugar de reunión para turistas y vecinos de la ciudad, que acuden a la tertulia o a tomarse un café. Esto, sin duda, le ha dado vida a la zona y a los negocios que ahí proliferan.

Don Ismael no es un hombre viejo, pero su pelo y su piel denotan el paso de los años, o tal vez sea el hecho de “convivir” cotidianamente con artículos viejos y desvencijados los que le dan ese aspecto de persona mayor. Va muy a tono con su actividad, pues parece influir en la actitud de quienes acuden a su establecimiento.

El bazar es amplio y al principio estaba organizado por el tipo de artículos que se ofrecían: las lámparas, por un lado, las máquinas de escribir por otro, pipas, sombreros, rastrillos y cosas pequeñas cerca de la caja, muebles y artículos grandes más allá, en fin: todo ordenado y bien expuesto. Sin embargo, ahora tiene un arreglo diferente mezclándose las piezas sin importar lo que son, más bien tratando de armonizar con el ambiente, por lo que podemos encontrara sables sobre escritorios, conviviendo con fotos y lámparas. Esto le ha dado una mejor atmósfera de autenticidad y lo ha hecho más a tractivo.

En el bazar se compra y se vende. Por piezas o por lotes. Tiene sus riesgos eso de comprar a ciegas un lote de cosas, aunque también suele haber ocasiones en que hay alguna “joyita” que sólo por ella vale la pena lo pagado. Esas experiencias las conoce don Ismael.

Hace poco más de un mes se presentó en el bazar un hombre joven. Estuvo mirando y antes de salir se acercó al anticuario y le ofreció una biblioteca y otras cosas viejas. Don Ismael, con la maña propia de estos menesteres, dijo estar interesado, aunque era necesario ver la colección para decidir. Se concertó una cita al día siguiente y en menos de tres días llegaron al bazar cajas y cajas de libros, revistas, discos y otras fruslerías. Poco a poco las cajas fueron desapareciendo en la medida en que los estantes se llenaban.

Llamó su atención, de entre un paquete de fotografías, dos de ellas bastante maltratadas. Algo tenían esas imágenes. Les quitó el polvo, las enmarcó y las colocó cerca de la caja, sobre la vitrina que guarda pequeños objetos de plata. En una de ellas había un grupo de personas trabajando junto a una locomotora, con la vestimenta propia de principios del siglo pasado.

En la otra, un grupo de mujeres sostenía sobre sus hombros una plataforma llena de flores y sobre ella una imagen de la Mater Dolorosa. Entre el conjunto destacaba una mujer de evidente tez blanca, con un turbante que cubría su pelo, pegado a la cabeza y atado a la nuca con un moño; su maquillaje impecable hacía resaltar los rasgos faciales y de manera particular las cejas; traía aretes discretos con una perla, justo a la altura del lóbulo auricular; su cuello mostraba un collar que hacía juego con los aretes; llevaba un abrigo oscuro y eso era lo más extraño en aquel ambiente soleado de la imagen; destacaba también su pequeño bolso, un par de guantes blancos en su mano derecha, discretamente anillada y en la izquierda una vara de nardo. Pero lo que más llamaba la atención, por lo menos era la impresión de don Ismael, era su sonrisa y su mirada fija a la lente, que daba la impresión de estar mirando retadora a quien veía la postal. En la parte inferior derecha se leía: “Viernes santo, 1963”. De esta manera la vio don Ismael o así creyó verla.

Llevaba un par de días la foto sobre la vitrina y de tal suerte se acostumbró el anticuario a ella, que la mirada, antes penetrante dejo de inquietarle. Pero esa tarde la fotografía nuevamente llamó su atención. Fue muy extraño porque mientras atendía a una joven interesada en un camafeo que estaba justo en la vitrina, percibió con el rabillo de ojo un movimiento muy rápido en la imagen. Cuando la joven salió recordó el suceso y tomó la foto. La revisó por un rato, mas no se percató que la mujer había cambiado un poco de postura y que ahora guantes, bolso y nardo estaban en una sola mano.

La incredulidad del anticuario fue enorme en el tercer día, cuando notó, asombrado, que la mujer tenía su cabeza en dirección a la virgen y su mano en alto ofreciéndole la flor. Tenía la certeza de que la imagen era diferente cuando la recibió. Ese mismo día, por la tarde, las cosas se habían modificado sensiblemente, pues la persona de la imagen estaba, no en la foto original, sino en la fotografía de los hombres y la locomotora que estaba junto. Las personas, aunque mantenían la posición original, se habían recorrido, haciendo un lugar para la dama.

Don Ismael no lo podía creer. El miedo que lo asaltó era tan evidente que algunos amigos que lo visitaron ese día lo notaron. No les dijo nada de lo que estaba pasando en su bazar. Carmen, su esposa, también se dio cuenta de su nerviosismo y al demandar una explicación, Don Ismael dijo estar bien, aunque aceptó estar intranquilo por las pocas ventas.

A la mañana siguiente, apenas llegó al bazar, corrió a donde estaban las fotos. La mujer seguía sonriente junto a la locomotora y en los hombres se notaba una expresión en su rostro de evidente enojo. Por un rato estuvo dando vueltas en el bazar, para calmarse, entender y aceptar lo que estaba ocurriendo. Media mañana estuvo el bazar cerrado. A través de los vidrios de los aparadores que dan a la calle, vio como la gente curioseaba e intentaba pasar acercándose a la puerta cerrada. Al filo de las once abrió.

Las mudanzas de la mujer se hicieron cada vez más frecuentes. Iba de foto en foto alterando muchas veces el sentido de la escena original, como en la de los ferrocarrileros. Don Ismael, aunque aún no quería aceptar o conformarse con lo que pasaba, se mantenía al tanto de “donde andaba” la dama del turbante. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro cuando vio la foto de un grupo de señoras “de la alta”, que departían alegremente con un exgobernador del estado. Imaginó la reacción de las señoras cuando llegara la mujer del turbante a departir con ellas y la del político.

Mil ideas llegaron a su mente de lo que la mujer estaba provocando en cada una de las imágenes visitadas. Revisó las que habían sido objeto de alteración y algo había cambiado en casi todas. Tal parecía que la intrusa evidentemente no era bien recibida y a su partida dejaba un ambiente de enojo en la foto original.

Pasaban los días y al anticuario seguía sin aceptar lo que ocurría en su negocio. Estaba consciente de ello, no era su imaginación, pues las pruebas estaban ahí, cada día en una imagen distinta. Se había acostumbrado a los cambios, pero se negaba a aceptar que tal cosa fuera posible.

Una mañana, mientras hacía el recorrido de su casa al bazar, imaginaba qué sorpresa le aguardaba, con quién estaría ahora la mujer aquella o a quién estaría molestando. De pronto, recordó la foto de su familia que estaba en su pequeña mesita de trabajo. En su mente se agolparon muchas imágenes en las que veía a la mujer alterando la foto de sus hijos, sobrinos y hermanos. El miedo lo estremeció y apuró el paso. Ya en el bazar ubicó la foto que visitaba la señora esa mañana. Cuando la vio departiendo con el antiguo gobernador, se tranquilizó sólo un poco. Tomó la imagen familiar y buscó otras fotografías personales. Con ellas bajo el brazo regresó a su casa sólo para dejarlas “a salvo”.

Nuevamente en su negocio, don Ismael comprendió que algo tenía que hacer. La situación estaba tomando un cariz que no le gustaba. Desechó de inmediato la idea del exorcismo y las limpias. Cuando encontró una solución que lo convenció, entendió que sería cosa de paciencia. Por lo pronto, mantendría encendida una vela mientras él estuviera en el bazar.

Hace tres días se le presentó la oportunidad. Cuando regresó de la comida, se percató de que la señora del turbante estaba en la fotografía original. Había regresado a la procesión del viernes santo. Tranquilamente el anticuario encendió la vela. Tomó la fotografía y la sacó del marco. Mientras la imagen ardía, don Ismael esperaba algo sobrenatural. No pasó nada. Sólo el recuerdo de los ojos inquisidores de aquella mujer se quedaron grabados en su mente. La foto, o, mejor dicho, sus cenizas se perdieron entre la basura.

 

Esta mañana don Ismael pulía un lote de monedas que recién había comprado. Sobre su mesita se acomodaban estopas, trapos, líquidos y grasas y en el centro un estuche de madera forrado con terciopelo negro a donde iban a parar las monedas limpias y brillantes. Sacaba el brillo a una moneda brasileña cuando escuchó que alguien entró al local. Se limpió las manos con un trapo. Se quitó los lentes y los guardó en el estuche que lleva siempre en el cinturón. Se levantó y dirigiéndose a la caja contempló a un grupo de señoras que se empezaban a distribuir en el establecimiento. Ahí estaba. De entre el conjunto sobresalía una mujer de tez blanca, con aretes y collar de perlas y con turbante, que avanzaba con una mirada penetrante hacia él. No cabía la menor duda, era la dama de su pesadilla.

Respiró profundo ante la cercanía de la mujer y cuando se sintió repuesto de la impresión musitó un “a sus órdenes, señora”. No se sorprendió cuando la dama preguntó si tenía fotos antiguas.

© 2019 Rafael Orozco Flores. Creado con Wix.com

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